Derroche y sentido
0Es invierno, en lo alto del campanario una cigüeña crotora. Extiende sus alas hacia los lados y su largo cuello para atrás, su pico castañea produciendo el característico sonido una y otra vez más, ¿por qué? Como seres arrojados a un mundo que en apariencia es concatenación de causas y efectos, sentimos la necesidad de encontrar un fin a toda acción para, de este modo, transformar la acción en producción, palabra que deriva del latín «producere» traducible como «guiar, conducir hacia delante». El golpeteo de pico de la cigüeña debe producir o al menos pretender producir algo en el futuro inmediato; en la acción el ente agota sus energías y se consume, por tanto, debe tener un sentido ulterior que la justifique… o quizás no.
El Sol brilla con intensidad una tarde de estío, su acción es superabundante, su calor, su fuerza es un don que se desparrama a raudales con la tierra. Alimenta el canto de las chicharras sin agotarse en ello. Del mismo modo, la Naturaleza llena de vida feraz cada rincón del planeta, no dando señal de calculo ni de reserva. Esta acción donante y rica la vemos por doquier en el ámbito de los entes naturales y los seres humanos, sin que podamos intuir en ella avaricia teleológica ni racanería en el darle. Así como el mercader compra para vender más caro o el agricultor siembra para recoger, es decir actúan productivamente dentro de la cadena causal, del mismo modo el amante ama a su amada sin cicatería, sin ni siquiera pensar si su amor será realizado o, por contra, le conducirá a su propia consunción; asimismo, el bailarín solitario danza por el placer de hacerlo sin recompensa alguna, en un desgaste gratuito de energía.
El mundo manifestado es en sí símbolo de la superabundancia de lo no manifestado; los entes emergen ante nuestra conciencia en número y riqueza inusitada, así, la dádiva generosa, sin fin ulterior que le dé sentido, aparece por doquier ante nosotros. La producción en serie, las redes comerciales como entramados donde confluyen cadenas causales para alumbrar productos o la propia organización burocrática de los estados actuales donde una cohorte de funcionarios e instituciones funcionan como engranajes coordinados de una gran máquina humana, nos incitan a interpretar el mundo por esa estrecha ventana que enhebra todo lo que aparece con el hilo de la causa-efecto, pero como se ha mostrado, el mundo en su radicalidad desnuda no se teje con tan limitada madeja.
Heidegger hace ya casi un siglo mostró como el desarrollo intelectual de Occidente había llevado a valorizar el ente no en sí mismo sino en tanto que es para otra cosa. El agua del río se transforma en potencial para el regadío o energía hidroeléctrica como el martillo es herramienta para, por ejemplo, clavar clavos; el mundo queda así instrumentalizado, transformado en una serie de cadenas de utilidad que acaban convirtiendo los entes en medios y arrebatándoles su dignidad ontológica. Ya el río no es en sí sino es en tanto cumple una función o es útil para algo; esto lleva, finalmente, a que el hombre se instrumentalice a sí, y acabe valorizado en cuanto productor. La degradación de la Naturaleza, su desacralización, es fruto de este proceso: en el bosque los animales como zorros, ginetas o tejones que no producen ganaderamente ni son susceptibles de ser cazados para alimentar el sector de la caza deportiva, acaban conceptualizados como «alimañas» y exterminados. Si los grandes felinos en África no son eliminados no es por su valor intrínseco sino porque aunque ocupan suelos fértiles que podrían usarse en la explotación agropecuaria, también producen divisas con el turismo ecológico, es decir, son salvos porque son productivos.
El gozo, la gratuidad y la dádiva se convierten en modos de rebelión que reivindican que el ser del ente y de la acción están en el ente y la acción misma; que la dignidad de las acciones no se desarrolla en los fines que persigue sino que su valor es íntimo a la propia acción. A día de hoy hacer algo porque «me place» es un desafío y motivo de reproche cuando no escándalo. El gozo no productivo abre la posibilidad de una relación no mediada con uno mismo y con el otro; el sentido de una caricia no es el precio que cobramos por darla sino el placer que encontramos en la acción, desgaste generoso en el deseo.
Empujados por necesidades adaptativas que a veces son de pura superviviencia creamos constructos teleológicos para medrar en el mundo y no ser arrastrados por la vorágine de lo real. El trabajo, el pensamiento productivista son imprescindibles, derivan de nuestra esencia como animales tecnológicos; el problema surge cuando creemos que toda acción es reducible a un fin, que todo se hace por algo. Cuando ese error se instala en nosotros dejamos de vernos como lo que somos, pasamos a ser para otra cosa, eslabón en la cadena de causas, meros esclavos que son para otro. La cigüeña que crotora, el grillo que canta apasionadamente en la noche, la Luna que nos deslumbra con su luz, manifiestan la esencia de un mundo pleno que se crea y se destruye en el derroche de energías; y no podemos olvidar que también nosotros, los humanos, somos hijos de ese derroche.
FUENTES:
George Bataille; La parte maldita; de la tradución de Julián Fava y Lucía Ana Belloro para la editorial Las cuarenta.