Subvención e independencia ideológica
0Se suele esgrimir la impertinencia de las ayudas públicas a partidos políticos u otros grupos ideológicos en base al daño que para la sociedad suponen tales prácticas. Efectivamente, si las subvenciones a asociaciones de afinidad política o religiosa fuesen fruto de una deliberación y decisión soberana nada tendríamos que criticar; sin embargo, tales apoyos económicos se hacen en base a estimaciones o análisis subjetivos que no cuentan con el refrendo de ninguna votación. Iglesias, think tanks, sindicatos, grupos empresariales… son mantenidos con el esfuerzo ciudadano pero sin contar con la aprobación directa de la sociedad, esto lleva a que tales colectivos dependan económicamente de la estructura del estado o de particulares. El pensamiento sectario se da la mano con la necesidad de financiación y como una mayor cercanía con el poder implica mayores subvenciones, tales grupos acaban convirtiéndose en cadena de transmisión de los valores dominantes cuando no llegan a infectar las más altas instancias de la sociedad para garantizar su lucro y sostenimiento. Ejemplos sobre esto podemos encontrar en casi todas las sociedades contemporáneas.
Los que aprueban la subvención a agrupaciones ideológicas, como los partidos políticos, lo hacen arguyendo que si el estado no los subvencionase, tales grupos serían financiado por plutócratas que los utilizarían para defender sus propios intereses espurios. En primer lugar esto ya pasa: los escándalos de financiación no dejan de saltar a las noticias; pero este abuso y el que supondría cualquier financiación irregular podrían solventarse instituyendo tribunales contra la corrupción política. Si el dinero de nuestros impuestos que se destina a sostener artificialmente a estos grupos se destinase a implantar tribunales y grupos de investigación con medios e independencia suficiente para luchar contra la corrupción, la financiación irregular y el fraude fiscal, en pocos años nuestra sociedad se vería libre de muchas de las lacras que la atenazan. Pero, ni hoy ni nunca los poderosos han tenido interés en establecer tribunales que puedan ir contra ellos o sus clientes y el dinero que derrochan en subvenciones con dudosa utilidad social se lo escatiman a un sistema judicial colapsado por infrafinanciación.
Pero las subvenciones con sesgo ideológico, ya sean de la mano del estado, empresas o particulares, no solo son dañinas para la sociedad en su conjunto sino para los mismos grupos subvencionados. Ciertamente, solo cuando un grupo de afinidad ideológica es autofinanciado posee plena autonomía; si una institución religiosa o sindicato dependiese exclusivamente de sus simpatizantes para financiarse solo tendría que responder ante sus propios miembros que, además, estarían concienciados de la necesidad de apoyar al grupo del que se sienten partícipes. Esta conciencia del compromiso ideológico queda adormecida cuando los grupos son sustentados por terceros; a este adormecimiento del compromiso ideológico del militante o fiel se le suma el hecho de que los grupos subvencionados se deben a sus financiadores, perdiendo así la independencia. La subvención a estos grupos acaba por minarlos y convertirlos en “estructuras” o “aparatos” en vez de en verdaderos grupos humanos de afinidad. La facilidad con la que ciertos partidos o sindicatos han desaparecido cuando el poder que los sostenía basculó viene a mostrar que la fortaleza de estos grupos subvencionados es más aparente que real ya que no existe tras la “estructura” una masa humana ideológicamente comprometida.