Un acercamiento vitalista al origen de la conciencia
0Es imposible que un pescador pesque el anzuelo con el que pesca, ya que el anzuelo es condición necesaria del mismo acto de pescar. Algo así pasa con cualquier definición descriptiva de la conciencia: pretende explicar aquello que es condición necesaria de cualquier explicación, comprensión o teoría. El ejemplo que acabo de usar pone en claro varias cosas, en primer lugar, como he señalado, la dificultad de dilucidar qué sea la conciencia por métodos que la presuponen; y en segundo lugar, muestra el paradigma dicotómico de la conciencia según el cual ella y el mundo manifestado se relacionan, a grandes rasgos, como “lo captado/construido” frente a “lo que capta/construye”. Esta interpretación que percibe la conciencia polarizada con respecto la manifestación, condiciona cualquier acercamiento a la realidad en la que nos hayamos inmersos, de ahí la importancia de subrayarla como un prejuicio tanto posibilitante como limitante de todas nuestras ideaciones. En cualquier caso, la finalidad de este artículo será presentar un acercamiento hacia la definición de la conciencia desde una perspectiva que denomino, por mor de la simplificación, como “vitalista”, basada en las respuestas a esta cuestión propuestas con autores como Arthur Schopenhauer, Eduard von Hartmann y, en menor medida, Baruch Spinoza.
Antes de empezar debemos diferenciar la conciencia de la autoconciencia, pues es frecuente confundirlas. La autoconciencia es una conciencia que tiene como objeto sus propios procesos; una rata, por ejemplo, es consciente pero no en consciente de que es consciente, he ahí la diferencia entre conciencia y autoconciencia. De hecho, en muchas ocasiones un alto nivel de conciencia parece implicar un debilitamiento de la autoconciencia, ya que cuando en la conciencia aparece algo impetuosamente, podemos llegar a olvidarnos de nosotros mismos. Ya sea cuando escuchamos música, o cuando estamos sumergidos en la resolución de una problema intelectual, pero también, incluso, enfrascados en una actividad práctica que requiere de la máxima atención, nos olvidamos de quiénes somos o dónde estamos, imbuidos totalmente en el fluir de la conciencia. La conciencia es onto y filogenéticamente anterior a la autoconciencia, ya que esta última no es más que un modo de la primera. Durante mucho tiempo los seres humanos han encumbrado la autoconciencia como cúspide evolutiva, y la han considerado como uno de los mayores misterios del universo; sin embargo, las investigaciones biológicas actuales parecen mostrar que muchos animales con centros nerviosos complejos son igualmente autoconcientes. La autoconciencia sin duda es algo aún por dilucidar, pero la clave de su explicación no se encuentra en ella misma sino en la conciencia que la posibilita. Cualquier reflexión que pretenda arrojar luz a la autoconciencia deberá en primer lugar explicar qué sea la propia conciencia.
Definiré la conciencia como la capacidad de representar al mundo con significación volitiva. Por “representación del mundo” entiendo esa facultad que emerge gracias a los órganos sensitivos y que hace posible construir una estructura mental de estímulos-sensaciones; esta estructura es posibilitada por el impulso del propio organismo hacia su perfecionamiento (sobrevivir, alimentarse, reproducirse…). Aquel mundo que surge en o es configurado por la conciencia tiene como sentido fundante la volición del propio ente consciente; no hay conciencia sin deseo y no hay mundo sin conciencia.
Pensemos en un paramecio que captando los niveles de salinidad de su entorno evita aquellos excesivamente salinos, pues se alimenta en baja salinidad. Este ser capta su medio, construye un esquema sobre él y conduce sus actos según la realidad que capta. Obviamente no conceptualiza, ni siquiera construye perceptos, ni el capaz de memorizar nada, pero no podemos negar su capacidad de construir un mapa del entorno que le rodea y actuar conforme los dictados de su volición. Sus actos no son azarosos, no carecen de fin. Pensemos ahora en una hormiga cortadora de hojas, la primera vez que sale de su hormiguero ya va a la busca de hojas que trocear y acarrear a su nido, ¿no denotan todos estos actos la capacidad de situarse en el mundo? Para muchos investigadores no es así pues los actos de la hormiga, mucho más la del paramecio antes citado, son meros reflejos inconscientes; así pues, tales seres vivos no serían más que “máquinas biológicas” incapaces de conciencia. En realidad no podemos saber si una hormiga, una rata o un perro es consciente o no, para Descartes, por ejemplo, los animales carecen de verdadera sensibilidad porque no tienen alma, así cuando un animal grita o pretende obtener algo que le favorece, lo hace movido por impulsos reflejos no conscientes. Llevando la apuesta más lejos, un solipcista se planteará si realmente existen más personas conscientes además de uno mismo… Todas estas perspectivas restringidas de la conciencia son caminos sin salida con un frágil fundamento – que el único acceso inmediato a la conciencia sea a la nuestra propia, no implica que sea la única conciencia existente. Observacionalmente vemos que otros seres actúan guiados por motivos que les permiten medrar en el medio, esta adaptación al entorno por muy mediatizada por los instinto que esté, debe ser dinámica; es decir, la hormiga cortadora puede tener el instinto de cortar hojas, pero el cómo y el dónde de cortar una hoja concreta hace necesario que ese insecto se ubique en el entorno a través de su sensibilidad, en otras palabras, que sea consciente. No hay otra manera de explicar comportamientos tan complejos como los descritos más que asumiendo que ese ser es consciente del mundo, aunque sea de un modo muy primario. Puede ser cierta la perspectiva cartesiana de la no-conciencia animal, así el perro que busca la caricia de su ama sería una suerte de engranaje zoológico que sin saber ni sentir el entorno, moviera la cola y ladrase con supuesta alegría al ver a su cuidadora, del mismo modo que un reloj de cuco mueve el péndulo o deja salir al autómata de su casillita cada cierto tiempo. ¿Es posible que así sea? No hay manera de refutar esto, del mismo modo que no podemos refutar a alguien que diga que los gorriones resuelven internamente ecuaciones de tercer grado en sus tiempos de ocio; ambas teorías de la mente son irrefutables en tanto que es imposible penetrar directamente en la conciencia del perro que ve a su dueña llegar a casa ni en la de los gorriones que pían antes de que se ponga el sol; sin embargo, la observación desprejuciada nos induce a pensar que tales teorías no se atienen a los comportamientos observados ni al conocimiento científico sobre las capacidades sensitivas de los entes biológicos. Por tanto, podemos sostener, con muy poco margen a la duda, que aquellos seres vivos que actúan como si fueran conscientes, realmente lo son; aunque como algunos carecen de percepción, memoria, autoconciencia, etc. su conciencia del mundo es más esquemática de la que presuponemos en un ser humano.
Es difícil dilucidar hasta qué nivel biológico es legítimo afirmar que los seres vivos poseen capacidad de representarse un mundo con su sensibilidad. Observamos comportamientos estructurados en muchos animales sin centro nerviosos complejos, incluso en algunos seres unicelulares; comportamientos como la huida, la lucha o la depredación, presuponen no solo el procesamiento de unos estímulos sino adaptarse a ellos flexiblemente. En este punto, la cuestión que cabe plantearse es si en el reino vegetal también encontramos conciencia en los términos que la hemos descrito antes. Eduard von Hartmann en su obra Filosofía de lo inconsciente, segunda parte Metafísica de lo inconsciente, capítulo iv “Lo inconsciente y la conciencia en el reino vegetal”, se decanta por una respuesta afirmativa; los vegetales poseen una sensibilidad propia, pero como su anatomía es distinta a la de los animales, nos hemos dejado llevar por la idea de que el vegetal carece de conciencia. Este prejuicio, afirma Hartmann, es peculiar de nuestra cultura por la influencia judeocristiana, ya que en casi todo el resto de culturas se asume como obvia la sensibilidad y por tanto un cierto nivel de conciencia en el reino vegetal. La observación de cómo algunas plantas reaccionan a los estímulos -pensemos una venus atrapamoscas o en una mimosa pudica- nos induce a concluir que tienen no solo sensibilidad sino capacidad de reaccionar a los estímulos del entorno y, por tanto, que poseen una conciencia, aunque sea débil, del mundo en el que están insertas. Los botánicos han llegado a descubrir que los árboles expuesto al ataque de un herbívoro segregan sustancias volátiles para avisar a sus convecinos de la amenaza, quienes reaccionan liberando toxinas para evitar ser devorados. Comportamientos como estos reafirman la posición de Hartmann de que los vegetales son seres conscientes, aún cuando nos es imposible imaginar cómo y en qué grado está desarrollada la conciencia entre tales vivientes.
En este punto cabe preguntarse dónde se sitúa la línea divisoria entre los entes con conciencia y sin ella. Los seres inorgánicos carecen de capacidad sensitiva y por tanto no representan el mundo ni son capaces de volición. No obstante, remarca Hartmann, materia y fuerza con conceptos identificables, como teorías científicas posteriores vinieron a demostrar; la materia-fuerza posee un dinamismo interno que busca un equilibrio solventando tensiones que se producen en el entorno que se ubica, ese impulso ciego de la materia hacia el equilibrio podría ser el origen ontológico de la conciencia pero no es idéntico a ella.
En cualquier caso, la tesis de que la conciencia está presente en los organismos vivos sin excepción es rechazada, principalmente, por dos motivos. El primer motivo para negar conciencia a todos los seres vivos es que se confunde conciencia con autoconciencia; de este modo se pretende establecer la excepcionalidad de lo humano en la capacidad de poseer conciencia, ¿cómo un simple gasterópodo va a poseer la misma chispa divina que el eximio Homo sapiens, cúspide de la Creación? Este modo de pensar está desfasado y se funda en un mero prejuicio. No tiene fundamento en la observación restringir a los seres humanos o a seres vivos con un sistema nervioso central la capacidad de conciencia, ya que vemos en otros seres comportamientos de adaptación dinámica al mundo que cuando los constatamos en seres humanos o animales considerados “superiores” son indicios incuestionables de capacidad consciente. La segunda dificultad para aceptar un concepto amplio de consciencia que la haga extensiva a todos los organismos vivos procede de la anterior, y es que muchos investigadores de la conciencia siguen inmersos en el paradigma de comportamiento-reflejo, por tanto, pretenden explicar los comportamientos adaptativos de ciertos organismos como procesos mecánico-reflejos. Según este paradigma existen comportamientos reflejos en todos los seres vivos, mientras que en un ser complejo estos reflejos no conscientes constituye una parte exigua de su conducta, en seres más simples como los insectos, todas sus conductas son meros reflejos sin conciencia. Es de todos conocido el reflejo rotuliano: si percutimos con un pequeño martillo nuestro tendón rotuliano, automáticamente daremos una patada; pero que esta reacción de nuestro organismo sea rápida no significa que no sea consciente, para dar una patada ante un golpe en el tendón o separar la mano de una fuente de calor intenso, es preciso una sensibilidad, haber captado un estímulo externo y reaccionar ante él. Lo que indudablemente ocurre en estos actos llamados reflejos es que el organismo conoce la causa de su reacción posteriormente, es decir, en un primer momento no es consciente de que es consciente ni de qué sea lo que inicia su reacción, pero, como hemos visto, la memoria o la conceptualización perceptiva no son condiciones de posibilidad de la conciencia sino lo contrario, en niveles más complejos de organización biológica la conciencia posibilita la conceptualización y la memoria pero no a la inversa. Nadie en su sano juicio cree que un bebé carece de conciencia y que su llanto insatisfecho es una mera reacción mecánica al entorno; el bebé carece de conceptos y tiene una memoria limitada, pero ello no implica que no posea un mapa sensorial del mundo que le rodea o que no se adapte a esa representación del mundo guiado por su volición.
Hace dos mil años el científico chino Zhang Heng (78-139) ideó un sismógrafo que captaba el temblor producido por los terremotos; anclados en una vasija unos dragones dejaban caer una bola cuando detectaban movimientos sísmicos, como estaban situados en los cuatro puntos cardinales de la vasija se podía saber la dirección de la perturbación en cuestión. Es evidente que este instrumento tenía la capacidad de captar terremotos, pero nadie argumentaría que fuera consciente de lo qué es un terremoto. Del mismo modo que reaccionaba el artefacto de Zhang Heng, lo podría hacer una roca que cayera desde un risco; por tanto, la máquina detectora de terremotos carecería de conciencia, aunque sí podría suministrar información relevante para un ser consciente. Parecería que por mucho que perfeccionásemos el artilugio de Zhang Heng, nunca lo podríamos llegar a considerar un ente consciente; no obstante, desde los tiempos del citado inventor, la tecnociencia se ha desarrollado a tal ritmo que a día de hoy existen legítimas dudas de si un artefacto inanimado podría llegar a ser consciente. La emergencia de las inteligencias artificiales en los últimos años ha reavivado una cuestión que tiene ya más de un siglo de historia.
Si observamos un vehículo autónomo, no hace algo tan diferente al de un ser consciente que se desplaza en el espacio. Se dirige del punto de inicio al de llegada de la manera más eficiente, adaptándose a las circunstancias del entorno de un modo flexible. Podríamos llegar a considerar que los sensores artificiales del vehículo actúan al modo de los órganos perceptores de cualquier animal y que, por tanto, es capaz de construir un mapa mental del mundo en el que está inmerso. Pero a pesar de su aparente complejidad y capacidad adaptativa, un vehículo autónomo encargado de recoger residuos de una playa, por poner un ejemplo, es radicalmente distinto a una lombriz que avanza por el fango en busca de alimento porque carece de capacidad volitiva intrínseca. El vehículo autónomo, la inteligencia artificial o cualquier artefacto creado por la ciencia humana, es incapaz de querer por sí mismo, sino que debe ser programado para que inicie su procesamiento de información y su actuar. El ser consciente indudablemente procesa información, pero esto es el medio por el satisface su pulsión de vida y no al contrario. En otras palabras, cuando un ser capta el mundo a través de sus sentidos, crea una estructura de estímulos a la que reacciona; este crear y este reaccionar parten de algo más primario aún: el deseo o, si se prefiere, la pulsión de ser. Aquellas teorías que sostienen la posibilidad de que las inteligencias artificiales sean capaces algún día de alcanzar la autoconciencia, presuponen que la conciencia es procesamiento de datos y reacción al mundo en base a esa información adquirida; pero creo que se ha mostrado en las lineas anteriores que el fundamento de la conciencia es mucho más profundo, es el deseo y no la información la verdadera fuente de la que emerge la conciencia y con ella el mundo como manifestación.
Podemos rechazar por fantasiosa la posibilidad de que las máquinas puedan pensar o ser consciente algún día. Esta quimérica posibilidad se basa en una teoría sobre la conciencia superficial e incompleta. La ciencia se construye a través de parámetros cualtificables, es lógico que exista, por tanto, una tendencia a reducir la conciencia a información porque la información es cuantificable y el deseo no. Esta tendencia reduccionista no hace más que mostrar los límites de la ciencia en su desarrollo actual, pero los límite de la ciencia no son los límites de la realidad.
Todo lo anterior no quita ni un ápice de importancia a la razonable preocupación sobre los peligros que puede suponer las inteligencia artificiales para la Humanidad. Esta tecnología, como cualquier otra, tiene potencialidades y peligros evidentes; que las inteligencias artificiales sean incapaces de tener conciencia no resta ni suma nada a su capacidad lesiva o benefactora.