Reflexiones sobre el progreso humano
1 “En los tiempo de la perfecta virtud los hombres moraban en compañía de las aves y de las bestias, y con todos los seres juntos vivían; ¿cómo, pues, habrían podido distinguir entre el hombre de honor y el hombre vulgar? Iguales en la ausencia de conocimiento, todos vivían conforme a su propia naturaleza; iguales en la ausencia de ambiciones, todos eran puros y sencillos. Siendo puros y sencillos, se podía preservar la naturaleza de las gentes.
Aparecieron los sabios, y se esforzaron en practicar la benevolencia y se desvivieron por ejercitar la justicia; y fue entonces cuando la confusión empezó a reinar en el mundo.”
Zhuang Zi, libro IX, de la traducción de Iñaki Preciado
El valor del progreso
Desde que tenemos constancia, el ser humano se ha preguntado por el valor de la civilización y el progreso a ella asociado. A día de hoy el dilema parece finalmente resuelto, asumimos el crecimiento económico y el consiguiente aumento organizativo como valores en sí mismos, tan deseables per se que son los fines últimos a los que debemos tender como sociedades. Esta idea progresista que percibe de modo optimista la historia como un proceso de mejoramiento del hombre y de las sociedades es actualmente la idea hegemónica. Nada hay más inadvertido que lo que todos consideran evidentes, no obstante conviene recordar que a la sombra de esta visión progresista de la historia ha pervivido un interpretación antitética que considera el desarrollo de la historia como una degeneración de nuestra propia naturaleza. No solo el fragmento taoísta de Zhuang Zi antes citado vale como ejemplo de esta ideología antiprogresiva, los cínicos, la mitología judía que interpreta la historicidad del hombre como “caída”, el mito griego de las “edad del hombre”, Rousseau, etc. han afirmado que el denominado progreso no es más que una degradación a veces revestida de resplandecientes galas pero, degradación al fin y al cabo.
Los adalides del progresismos poseen sólidos argumentos y hechos que avalan su posición. El hombre como animal social busca la coincidencia con otros semejantes, este deseo genera la sociedad que se va complejizando conforme se perfeccionan las técnicas y la aúnan nuevas fuerzas al colectivo. La emergencia del estado tribal sería natural al mismo desarrollo del hombre, sus capacidades y necesidades nos empujarían inexorablemente al vivir civilizado. En el ámbito de los hechos esta interpretación también encuentra fundamentos, es recurrente que desde la ideología progresista se señale la cortedad y brutalidad de la vida del salvaje que atado a mil y una supersticiones vive encerrado en su selva, isla o desierto sin capacidad de expandir su conocimiento sobre el cosmos circundante y estando anclado en su pequeño grupo a roles de personalidad fuertemente estereotipados. En contraste con el salvaje, el hombre civilizado tiene la posibilidad de vivir cómodamente y elegir con mayor libertad su modo de ser y actuar; asimismo el hombre civilizado posee una visión del mundo más organizada, más perfeccionada y más consciente de su propia parcialidad que la visión de un mero salvaje quien en su simplicidad de recursos intelectuales y materiales está más cerca del animal que el hombre civilizado. Desde este progresismo, Aristóteles llegó a afirmar que la ciudad era más natural que la propia familia ya que es solo en sociedad civilizada como el hombre puede desarrollar su propio potencial, mientras que en la familia aislado solo es capaz de alcanzar parcialmente tales fines.
Aunque los argumentos progresistas parecieran definitivos no lo son para muchos otros filósofos que defienden la simplicidad del salvaje como preferible frente a la organización civilizada. Para entender esta postura deberíamos repensar cual es, verdaderamente, el fin último de la civilización en general y del individuo humano en particular. Podríamos sostener que las civilizaciones tienen un fin trascendente a los individuos que las conforman, es decir, una civilización tendría un sentido en tanto que expresase un contenido humano colectivo y específico que de otro modo no podría expresarse. Si ese fuera el fin preeminente al que tiende una civilización el bienestar de los individuos es indiferente para calibrar el sentido de la civilización en sí; solo el hecho expresivo históricamente empírico sería suficiente para refrendar tal valor luego, la tesis progresista quedaría probada. Ahora bien, los autores progresistas no suelen aceptar la conclusión anterior y prefieren defender que el progreso tiene no únicamente un valor expresivo sino sobretodo un valor efectivo e inmanente a los propios miembros de la civilización; en otras palabras: que una sociedad que progresa mejora a los individuos que la constituyen. Pero, ¿cómo?
La civilización nos humaniza, nos hace más lo que debemos ser. Esta es la idea fundamental del credo progresista. Esto significa que el individuo concreto en un entorno civilizado tiene la posibilidad de desarrollarse libremente con el universo humano circundante. Este desarrollo no ocurre en todos y cada uno de los miembros de una sociedad civilizada dada pero es posible, frecuente y quizás incluso mayoritario. Las servidumbres a las que se está sometido en la sociedad natural son mucho más brutales y coercitivas que las servidumbres impuestas por el orden social; en conclusión, el nivel de bienestar será mucho mayor para el sujeto civilizado que para el salvaje. La civilización es condición de posibilidad de un mayor desarrollo de las potencialidades humanas y, como consecuencia, aumenta la felicidad de sus miembros.
Pero, ¿es más feliz el hombre civilizado que el hombre salvaje? ¿Qué es la felicidad? La felicidad es, ante todo, una percepción subjetiva. Es difícil calibrar la felicidad del salvaje del mismo modo que el salvaje no puede calibrar ni comprender la nuestra. Lo que es indudable es que el civilizado percibirá, siempre, la vida salvaje como menesterosa, cruel e indeseable; está atrapado en sus propias comodidades es incapaz de renunciar a ellas. Pero seamos ecuánimes, el salvaje tampoco es capaz de envidiar la felicidad estabulada del hombre de ciudad, de hecho cuando las tribus aborígenes han sido forzadas a un proceso forzado de civilización el resultado ha sido nefasto: adicciones, depresión, pérdida de identidad, etc. Lo que sea la felicidad siempre es establecido desde nuestros propios prejuicios pero ,volvamos a la definición de felicidad por si algo se nos hubiera escapado.
Felicidad es un sentimiento subjetivo de autosatisfacción pero no caemos en la cuenta de que la felicidad es un sentimiento también intersubjetivo, me atrevería a decir que sobretodo intersujetivo. En el ámbito material, mi felicidad o satisfacción no está determinada objetivamente por mi nivel de logro sino por mis expectativas de logro y los logros de los otros sujetos que me rodean. Por ejemplo, aunque un sujeto tenga las necesidades básicas cubiertas y por tanto su nivel de bienestar debería ser alto, si en su entorno inmediato el resto de sujeto no solo tienen las necesidades básicas cubiertas sino que además pueden portar símbolos de prestigios como joyas de oro, el sujeto inicial que tiene sus necesidades básicas cubiertas pero no puede llevar joyas de oro puede sentirse subjetivamente frustrado no por su situación subjetiva sino porque en el contexto intersubjetivo se autopercibe como desfavorecido. En el estado salvaje las diferencias entre individuos son menores, además la densidad demográfica también es menor por lo que es razonable pensar que los motivos intersubjetivos para la insatisfacción son menos numerosos que en un entorno civilizado en donde, además, los signos o modos de manifestar preeminencia social se multiplican. En definitiva, la civilización nos provee, indudablemente, de un mayor nivel de comodidad pero no está nada claro que ese incremento en la comodidad lleve aparejado un aumento del nivel de bienestar; se me antoja, incluso, que comodidad y felicidad están en una relación de proporcionalidad inversa.
Asimismo, los autores contrarios al optimismo progresista achacan a la civilización un fundamento intrínsecamente perverso. Caminando en medio de la ciudad civilizada podemos preguntarnos ¿de dónde nace está agitación continua, manifiesta y subterránea que se percibe en el ambiente? ¿Cual es la savia que alimenta esa fuerza capaz de erigir rascacielos, trazar vías de comunicación que rodean el mundo o tejer una red inextricable de mensajes y código? Desde el análisis freudiano la fuerza que construye la civilización es la misma que nutre el impulso de superviviencia de cualquier otro animal; el ciervo busca su alimento, el descanso, la reproducción, en definitiva mantener y replicar su propia vida. El animal, incapaz de reflexión, es movido por los impulsos del instinto a actuar sin que se plantee el sentido de tales actos. El ser humano, como mamífero, posee esos mismos impulsos de autosupervivencia, esa es la fuente de toda nuestra energía vital, lo que ocurre cuando empezamos a reflexionar es que esos instintos quedan moldeados y redirigidos por el pensamiento consciente que tiene, desde sus orígenes, un carácter social. Al mismo tiempo, el sujeto consciente ve limitados sus impulsos por las normas morales del grupo, generándose, indefectiblemente, una violencia psíquica sobre los impulsos naturales del individuo. Esta represión constante genera diversas formas de neurosis y un sentimiento inconsciente de insatisfacción que se acrecienta conforme la sociedad aumenta su nivel de organización. En definitiva, la racionalización del entorno natural y humano, que son los rasgos más evidentes de lo que denominados civilización, se nutre de la represión creciente sobre los impulsos naturales de sus miembros.
Es un hecho que nuestra actual sociedad global de consumo necesita crear insatisfacción en los sujetos para automantenerse. En la sociedad mercantil el intercambio de bienes y servicios es fundamental para el progreso económico del sistema. Es la misma lógica del sistema, que es encarnada por los que ofrecen estos bienes y servicios, la que fomenta en los ciudadanos la necesidad de nuevos artilugios o experiencias sin los cuales nuestra felicidad parece verse disminuida o anulada. Bombardeada psíquicamente por esas necesidad sociales la conciencia se autoconcive como deficiente y finalmente se convence de que necesita hacerse una foto-depilación o viajar a algún país exótico para “ser feliz”. Nos creamos una frustración que después satisfacemos según los cauces normalizados de la sociedad. La creación de necesidad y la frustración a ello asociado es el motor de nuestro sistema social pero la crítica está siendo parcial cuando no señala que no es solo nuestra actual sociedad consumista la que se mueve gracias a esas fuerzas negativas sino que cualquier sociedad del pasado ha progresado y perfeccionado la racionalización gracias a la creación artificial de necesidad en sus miembros. Desear algo que no tenemos es la base del comercio y, por tanto, del progreso humano a él asociado.
No se me escapa que la frustración es fuerza motriz no solo para la civilización sino que es también la base del movimiento vivo. Efectivamente, la planta, carente de sol mueve sus hojas y retuerce su tallo para alcanzarla; el infusorio insatisfecho con la temperatura del entorno se moviliza a zonas más templadas; el predador sale de caza espoleado por el hambre… Sin insatisfacción no existiría la vida; el problema es que el hombre no civilizado sufre de una insatisfacción material cuyo origen es directo y finito; con la emergencia de lo simbólico, merced a la racionalización social, las posibilidades de frustración se multiplican y aceleran hasta, virtualmente, el infinito.
Llegados a este punto es cuando cabe preguntarse si lo anterior es cierto, si es factible un progreso infinito de la racionalización civilizadora. A pesar de que la idea de que el progreso humano es infinito ha sido y sigue siendo motivo de inspiración para los ingenieros sociales de ayer, hoy y siempre, creo, sinceramente, que hay fuertes motivos para poner en duda su validez. Durante miles de años hemos tomado de la Naturaleza sus recursos sin siquiera pensar en la posibilidad de que estos fueran finitos, a día de hoy con el concepto de progreso civilizatorio pasa otro tanto, consideramos que la capacidad del sujeto humano para soportar la violencia espiritual que sobre él genera la civilización es infinita y que por tanto el progreso racionalizador no tiene fin pero, la historia de la Humanidad muestra hechos que contradicen los dogmas apriorísticos del progreso infinito.
Hace menos de 8.000 años surgieron las primeras ciudades de Oriente Medio, tras ellas nacería el estado como forma de organización social. Desde sus orígenes el progreso civilizador de cualquier grupo humano ha llevado aparejado un patrón recurrente. Las civilizaciones nacen en ciudades agrupando cada vez más individuos, debido a ello es preciso perfeccionar los sistemas de organización social: las leyes, la irrigación, las rutas comerciales, el urbanismo, etc. A mayor número de personas, mayor es la necesidad de organización y mayor la necesidad de un poder externo a la masa con capacidad directiva. Los estados incipientes desarrollan cada vez más técnicas y normas que les permitan autosustentarse, sin embargo, y esto parece repetirse en cualquier época y lugar, cuando una civilización dada ha llegado a cierto nivel de complejidad colapsa de un modo más o menos abrupto. Irónicamente, las épocas de mayor esplendor de un civilización anuncian, sin remisión, su decadencia y muerte. Este hecho es universal, hasta ahora ha ocurrido siempre a cualquier civilización por lo que debemos concluir que en el germen de la civilización está su propio decadencia. Mi conclusión es que las crisis económicas, guerras civiles, abulia social y otros fenómenos típicos de civilizaciones decadentes, tienen su raíz en el agotamiento de los recursos psíquicos de sus integrantes. Comparemos la desbordante energía vital de los fundadores, mitológicos o ficticios, de civilizaciones con los exhaustos epígonos de esas mismas culturas; donde antes se manifestaba un espíritu intrépido sobreabundante en capacidades expresivas; más tarde el cansancio, el escolasticismo intelectual y la mediocridad de miras lo copan todo, empujando a la organización social a su propia disolución. Una civilización madura rara vez ha sido destruida por otra foránea, más bien es su propia decadencia interna la que permite la victoria de potencias extranjeras sobre ella. El progreso de la Humanidad hasta ahora se ha sustentado en el hecho de que cuando un estado civilizado caía en decadencia, su legado cultural y/o territorio pasaba a manos de pueblos “bárbaros”, es decir, de grupos humanos en donde las potencialidades psíquicas de las que se nutre la civilización aún no habían sido del todo canalizadas hacia el proyecto racionalizador. El hecho empírico e incuestionable de que todas las civilizaciones hasta ahora conocidas hayan acabado en autosucumbiendo por crisis intestinas parece poner en evidencia que no es posible un progreso infinito que permitiese un impulso civilizador mantenido ilimitadamente en el tiempo; en otras palabras, existen límites antropológicos al nivel de represión y frustración que un grupo humano puede experimentar antes de colapsar.
La dirección del progreso
A pesar del aparente pesimismo que se trasluce de lo anterior, no se puede negar que la historia humana tiene una dirección reconocible en los hechos conocidos. Aunque son innegables las catástrofes y los movimientos regresivos en nuestro progreso, el progreso existe. Hace 2.000 años el Imperio romano ponía fin a la conquista de Hispania con las guerras cántabras, la civilización y el estado fueron impuesto sobre un extenso territorio que anteriormente había sido ocupado por jefaturas y aldeas; hace 500 años la antigua Hispania conquista buena parte de América, arrebatando sus territorios a culturas no estatales y, en menor medida, a estados en decadencia; aún cuando tanto el Imperio romano como el español sucumbieron, los territorios a los que extendieron el sistema estatal permanecieron en él. Es decir, aunque una civilización concreta desaparezca y a pesar de que tras su caída se extienda un periodo de caos, ciertamente, en poco tiempo recupera, si llega a perderla, una forma estatal de organización. Este hecho es el que ha propiciado el que a día de hoy la mayoría de la población mundial y del territorio global se encuentre organizada en la forma de estado. Una hojeada a la situación de hace 3.000 años, nos muestra a las claras que desde Oriente Medio hasta hoy el estado ha sido una fuerza civilizadora decisiva y, finalmente, hegemónica. Las técnicas humanas avanzan acumulando logros anteriores, al modo de un lamarckismo cultural, aun cuando es factible momentos regresivos durante el desarrollo.
El progreso humano no solo se muestra en la extensión y el afianzamiento del estado sino también en un progresivo conocimiento mutuo entre las culturas del planeta. Desde nuestros remotos orígenes hasta hoy, es evidente que la Humanidad ha caminado hacia un recíproco autoreconocimiento. Lo llamativo de este movimiento progresivo es que no ha sido premeditado sino más bien un resultado natural de los acontecimientos. El ímpetu de racionalización expansiva de los estados, ha propiciado que los diversos grupos humanos se extendiesen allende de sus fronteras, cuando este ímpetu caía en decadencia, los territorios seguían enlazados comercial o políticamente. Como el afianzamiento del estado, los lazos de mutuo conocimiento entre los diversos pueblos del planeta han sufrido retrocesos puntuales en algunas épocas, pero la dinámica general ha sido siempre progresiva. Compare el lector la situación actual del comercio internacional y del mutuo conocimiento entre naciones, con el que existía hace 100, 500 o 1.000 años, y se percatará de que ha existido desde hace siglos un indiscutible incremento y profundización de las relaciones internacionales.
El capitalismo como fase terminal de una civilización
La extensión del estado como sistema de organización social y el estrechamiento de las relaciones internacionales parecen haberse alcanzado. Lógicamente tanto una cosa como la otra son susceptibles de perfeccionamiento, de hecho una interconexión más plena en la red comercial internacional, sobretodo de los países más pobres, parece el movimiento más lógico del progreso global. No parece factible ni deseable que ese progreso global desemboque en un gobierno planetario, al menos a corto plazo. Las diferencias entre los pueblos del mundo son aún hoy demasiado profundas como para que sea posible su convergencia en un macro-estado planetario; es muy probable que asociaciones de estados como la Unión Europea se hagan habituales y aglutinen a mayor número de personas que los actualmente obsoletos estados-naciones pero estas asociaciones solo devendrán en confederaciones tras un largo proceso y numerosas crisis compartidas. Pero aún siendo factible un gobierno mundial es indeseable ya que el poder que ejercería sobre los individuos sería no solo aplastante sino también ubicuo. Al mismo tiempo, las diferencias políticas, legales, económicas entre los estados parece que es un incentivo necesario para fomentar la emulación mutua y el desarrollo compartido.
Pero, ¿hacia donde conduce el progreso tan deseado por los países en vías de desarrollo y supuestamente alcanzado por las sociedades del Occidente opulento? Hace casi un siglo el filósofo alemán Oswald Spengler definía el capitalismo como el periodo terminal de cualquier civilización. Por capitalismo debemos entender el sistema socio-económico que concibe el lucro como el fin vital último de sus miembros. Más arriba he explicado como el proceso civilizador es un proceso de racionalización, de organización que se realiza a costa de la energía instintiva de los sujetos. Pues bien, el dinero es lo abstracto por excelencia, lo cuantificado frente a lo cualitativo; el dinero es medido numéricamente con precisión matemática. Gracias a él el poder, la preeminencia social y valor material son medidos con exactos guarismos. Frente a las épocas feudales en donde la riqueza o el poder de las familias se expresaban en tierras o alianzas matrimoniales; en claro contraste con las sociedades primitivas en donde la preeminencia del guerrero era establecida por su valentía, o la importancia del chamán por su poder; la sociedad capitalista olvida la cualidad en aras de la cantidad monetaria. Por esto, toda sociedad capitalista es una sociedad decadente, el proceso racionalizador ha agotado el pozo del alma humana, el propio valor de la persona se cuantifica con un número insustancial. Una sociedad así quedará estancada o decaerá ya que la violencia racionalizadora de la civilización imposibilita la emergencia de nuevas posibilidades expresivas. Pensemos en la Roma imperial y decadente o en las declinantes dinastías orientales, observemos cualquier civilización que haya llevado sus posibilidades expresivas al máximo nivel de realización organizativa, más allá del cual no hay más que declive, y nos percataremos que en todas ellas aparecía el dinero como elemento no accidental sino vertebrador.
Las civilizaciones opulentas de la actualidad con un capitalismo avanzado dan signos evidentes de agotamiento: natalidad por debajo de la tasa de reposición, abandono del mundo rural en favor de la ciudad, generalización de los trastornos psíquicos, conductas evasivas de la realidad, etc. Signos que no son nuevos, signos que se repiten antes de la disolución de cualquier civilización. El problema es que en épocas anteriores estas sociedades periclitantes estaban rodeadas de culturas jóvenes y con posibilidades expresivas; hoy en día, el fin que persiguen todas las grandes comunidades del planeta es alcanzar el nivel de desarrollo de las sociedades opulentas; es decir, persiguen irónicamente instalarse en dinámicas hiperorganizativas que propiciarán su rápida decadencia.
No podemos obviar el hecho de que el sistema de organización humano que denominamos “civilización” tiene apenas ocho mil años de vigencia frente a los 150.000 años que acumulamos como especie. ¿Es quizás la civilización, el estado, la ciudad y los valores a ellos asociado un fin o meramente una etapa de nuestro desarrollo? La posibilidad regresiva se abre ante nosotros como un abismo, aunque el afianzamiendo global del capitalismo aún tiene un recorrido natural de 50 o 100 años ¿qué sobrevendrá tras él? Las crisis políticas, de valores, ecológicas y económicas son y seguirán siendo asuntos globales; los neonacionalismos actuales son movimientos reactivos y necesarios ante un cambio inevitable de paradigma en las relaciones entre los pueblos. Tal paradigma lleva gestándose durante milenios y le queda aún algo de desarrollo pero, será insoslayable que el éxito globalizador de la civilización genere su propio derrumbe, esta vez no a nivel local sino planetario. Si el sino de cualquier civilización hasta ahora ha sido su propio derrumbe, ¿por qué pensar que cuando la civilización entreteja sus redes por todo el globo terráqueo será excusada de su destino natural?
Perspectivas actuales del progreso futuro
“El hombre es, Asclepio, un gran milagro, un ser vivo digno de veneración y honor, un ser que muda a la naturaleza de un dios como si realmente lo fuera.”
Hermes Trimegisto; Asclepio, en la traducción de Xavier Renau Nebot
El debate sobre las leyes que rigen la historia de la humanidad ha llegado hasta nuestros días. Para algunos la historia humana es un ciclo incesante que se repite eternamente, cada era borra los escombros de las anteriores; otros pensadores han teorizado sobre leyes innamovibles que empujan a la Humanidad hacia un progreso cada vez mayor; algunos, más pesimistas, ven nuestra evolución como un cúmulo de azares inconexos. Mi opinión al respecto es que el desarrollo del ser humano posee leyes directivas pero no necesarias ni de sentido. Como un gameto se desarrolla en el vientre materno según las leyes de la vida, así se desarrolla la historia hombre. Nada puede asegurar que esa gestación llegue a su fin, cualquier eventualidad o torpeza por nuestra parte puede acabar con nuestra especie o retrotraerla milenios atrás. No hay tampoco un sentido inmanente en nuestro progreso, de hecho los hitos fundamentales de ese progreso se ha realizado casi siempre sin que nadie fuera consciente de las consecuencias últimas de él. Volviendo a los ejemplos tratados, los que establecieron el estado no lo hicieron con la idea de extenderlo globalmente, los navegantes europeos que construyeron las rutas comerciales por el mundo tampoco estaban pensando en alumbrar un orden económico global interconectado como el actual; ese fin se reveló paulatinamente con el paso de los siglos.
No obstante a día de hoy nuestra conciencia histórica está más desarrollada que nunca, somos capaces de advertir los riesgos y las posibilidades de nuestro futuro. ¿Seremos también capaces de conducir a la Humanidad hacia un nuevo paradigma que supere las dicotomías irreconciliable de la conciencia civilizada? No tengo dudas de que llevamos al menos un siglo gestando ese cambio. Del mismo modo que ocurrió en el pasado con los viejos exploradores, hoy la investigación y la voluntad de expandir los límites de nuestra realidad crean silenciosamente las posibilidades de la Humanidad venidera.
Es curioso como la conciencia, una fruta madurada en la ciudad, al abrigo de la civilización, acaba atrapada y agotada en su propio campo de cultivo. Estabulada, formada y alumbrada merced a la prohibición, la represión y el postergamiento de los impulsos naturales, la conciencia dominándose a sí misma fue capaz de dominar y organizar al mundo a su imagen y capricho pero ¿para qué? ¿cual es el sentido de toda esa agitación y violencia sobre uno mismo y la Naturaleza? Los monos conscientes buscando la felicidad, el reposo y el progreso acabaron presos entre sus propias redes “¡Y todo se vuelve para ellos enfermedad y reveses!”.
Para concluir quiero expresar mis ideas sobre lo que podría devenir una vez la civilización global haya quedado definitivamente asentada y se degrade en un proceso más o menos lento de decadencia. ¿Será ese el final de la Humanidad? El sumo yin acaba transformado en yang, la materia más extremadamente vulgar e inmunda es el elixir destilado. La conciencia polarizada en relación a ella misma y a la Naturaleza, llevada a la máxima tensión por la organización civilizadora alumbrará una nueva perspectiva del yo y del cosmos que hoy solo podemos intuir. Aún somos como esos ingenuos navegantes que temían tripular muy lejos por si caían por el borde del mundo, su miedo y su superstición les cerraban las puertas de otros mundos a su alcance. Sobrevendrán muchas crisis y pasarán muchos años antes de que ocurra pero agotadas las posibilidades de la conciencia, tal y como hoy la entendemos, se abrirán a nuestros ojos infinidad de mundos inexplorados.
Quizás resulte lo anterior demasiado ambiguo, idealista o poco fundado. Pero, qué es lo que entendemos hoy por ciencia sino un modo de expresarse la conciencia subjetiva en el mundo. Volar en un aparato más denso que el aire sería considerado milagroso o mágico en culturas que carecen de ese modo de la conciencia capaz de manipular técnicocientíficamente la realidad. El cambio sustantivo que supuso la extensión de la ciencia en nuestros modos de adaptar el medio no hay nadie que lo discuta. Pero la ciencia de Galileo, Newton, Darwin y tantos otros es una realidad que ha emergido en la historia, una herramienta de nuestra conciencia para ordenar la Naturaleza. Es cuanto menos ingenuo pensar que este modo de configurar el mundo por parte de nuestra conciencia sea el único con posibilidades técnicas. Gracias al desarrollo de la ciencia actual, el ser humano ha visto atenuado el peso de innumerables impedimentos materiales cuando no, directamente, se ha liberado de miedos y sufrimientos que parecían inevitables. Aún así la conciencia sigue atrapada y lucha por una mayor plenitud, esta búsqueda propiciará en un futuro próximo una nueva Humanidad guiada por un nueva idea de progreso.
Muchas gracias por esta información y tu opinión, es muy interesante♥
Quizás no fui tan buena comprendiéndolo pero lo volveré a leer.
El hecho de que nuestra especie pueda seguir evolucionando es esperanzador.
Todo progreso conlleva dolor y esfuerzo. No estoy muy segura de que nuestra idea de progreso
sea la correcta pero al fin y a cabo es lo mejor que podemos hacer.
Creo que la conciencia es lo único hasta ahora y en mi parecer, subsistirá y se materializara en distintas formas.
gracias!!