Creencias y verdad
5“Todo el mundo reconoce que el modo primitivo de partir huevos para comérselos era cascarlos por el extremo más ancho; pero el abuelo de su actual Majestad, siendo niño, fue a comer un huevo, y, partiéndolo según la vieja costumbre, le avino cortarse un dedo. Inmediatamente el emperador, su padre, publicó un edicto mandando a todos sus súbditos que, bajo penas severísimas, cascasen los huevos por el extremo más estrecho. El pueblo recibió tan enorme pesadumbre con esta ley, que nuestras historias cuentan que han estallado seis revoluciones por ese motivo, en las cuales un emperador perdió la vida y otro la corona. Estas conmociones civiles fueron constantemente fomentadas por los monarcas de Blefuscu, y cuando eran sofocadas, los desterrados huían siempre a aquel imperio en busca de refugio. Se ha calculado que, en distintos períodos, once mil personas han preferido la muerte a cascar los huevos por el extremo más estrecho. Se han publicado muchos cientos de grandes volúmenes sobre esta controversia; pero los libros de los anchoextremistas han estado prohibidos mucho tiempo, y todo el partido, incapacitado por la ley para disfrutar empleos.”
Jonathan Swift; Los viajes de Gulliver; Primera parte, capítulo cuatro
La distinción entre creencias y verdad parece sencilla en un primer momento, aún cuando los antiguos filósofos griegos ya habían debatido largamente sobre la diferencia entre doxa y episteme, tendemos a pensar que discernimos con rigor lo que sabemos verdaderamente de lo que opinamos.
Este error de juicio tan extendido se justifica solo cuando contraponemos nuestros pareceres más laxos a las verdades más firmemente asentadas en nuestro entendimiento. Que un local determinado sea nuestro preferido para almorzar no es, obviamente, una verdad sino una opinión subjetiva tan personal como nuestro color o deporte favorito. Frente a este tipo de inclinaciones subjetivas establecemos verdades asentadas como que tres más cuatro son siete o que no es justo encarcelar a alguien sin un juicio justo. De hecho, lo que pensamos verdadero es aquello en lo que toda persona cree o debería creer a menos que sea un loco o un ignorante. Ciertamente si en una reunión todos los allí presentes vemos un jarrón sobre la mesa ante la que nos sentamos y una persona afirma que lo que hay ahí es una bestia reptiliana llegaremos a la conclusión que tal sujeto está loco o bromea ya que se aparta del conocimiento intersubjetivo común. Por contra, si otra persona prefiere la tortilla de patatas con cebolla en vez de sin ella, por mucho que nosotros seamos de la segunda opinión no tomaremos a esa persona como una idiota o perturbada sino que asumiremos que tiene unas preferencias, gustos o creencias culinarias diferentes a las nuestras.
Por tanto, la creencia es tolerante y flexible. Podríamos, y en realidad lo hacemos continuamente, intentar variar la creencia de otra persona ya que, lógicamente, pensamos que la nuestra es mejor pero si no conseguimos la conversión no estigmatizaremos a esa persona por tener unas preferencias distintas a las nuestras. Esto no siempre es así, hay gente cerrada de mollera que es capaz de discutir e incluso matar a otra persona por cualquier discrepancia banal, pero hemos de reconocer que no solemos ser fanáticos acérrimos de nuestras creencias hasta ese extremo.
Sin embargo, no sería ecuánime sostener que la verdad peca de intolerancia o rigidez en todo momento y lugar. Es cierto que en nombre de la verdad política, económica o religiosa se cometen atropellos constantes contra la humanidad pero el hecho de que existan y hayan existido sociedades con diversas religiones o afiliaciones políticas en su seno, practicantes de una mutua tolerancia, muestra que verdad y tolerancia no están necesariamente en pugna. Aún así, siendo la verdad sentida como algo mucho más íntimo que la creencia, es normal que nos sintamos más distantes o, incluso, rechacemos socialmente con mayor encono a alguien que disiente de nuestras verdades que de nuestros simples gustos. Este mayor nivel de intolerancia hacia aquellos que portan verdades distintas a las nuestras no es en sí algo reprobable y me atrevería a decir que es, en cierto modo, inevitable. En nuestras sociedades está asentada la idea de que abusar sexualmente de un niño es un acto moralmente repugnante; aquellos que creen legítimo este tipo de abuso o las sociedades que normalizan matrimonios con niñas de ocho años son consideradas personas y sociedades depravadas a las que legítimamente se les debe combatir. Creo que pocos lectores pensarán que este tipo de intolerancia es reprobable ya que se asienta en la firme certeza que condena el abuso infantil. Por tanto, la intolerancia aparejada a nuestras convicciones profundas es consustancial a ellas mismas; solo el intelectual es capaz de disociarse de sus propias convicciones percibiéndolas como fruto de un devenir histórico dado, esta capacidad se manifiesta a nivel teórico y muy raramente en la praxis cotidiana.
Damos por hecho que la verdad se asienta sobre la objetividad, por ello tendemos a defenderla con mayor ahinco que nuestros meros gustos o pareceres. Pero, ¿y si esa diferencia fuera ficticia? ¿Y si la verdad fuera una creencia que ha olvidado su origen, un parecer que nuestro orgullo declara definitivo? Si se piensa en toda su radicalidad sopesando los ejemplos con los que he ilustrado esta disertación hasta ahora, se comprenderá que tal conclusión, nada inhabitual en la historia del pensamiento, tiene profundas e inquietantes consecuencias.
Hace un tiempo disertando sobre el uso perverso del lenguaje defendí las ventajas de la eugenesia. Si impedimos el nacimientos de personas con tales o cuales trastornos y favorecemos el nacimiento de niños con altos coeficientes intelectuales y físicos en pocas generaciones la humanidad progresaría más de lo que lo ha hecho durante siglos; observemos como el entrecruzamiento dirigido de los animales y plantas domésticos los ha transformados ¿hasta dónde podría progresar el género humano por este camino defendido ya por el mismísimo Platón si sumamos, además, los actuales avances en ingeniería genética? Los compañeros de tertulia quedaron un tanto epatados ante mis argumentos y llegué a pensar que creían que estaba sosteniendo en serio la tesis; para aclarar que no era así contraargumenté primero explicando que tal programa iría en contra de los derechos reproductivos de los individuos y de la propia integridad moral del menor que se convertiría en “ganado” seleccionado y no en una persona valiosa y digna en sí misma. Al mismo tiempo no está claro, desde la misma ciencia psicológica, que sea la “inteligencia” y mucho menos que tal don haga más feliz o compasivo a quien lo posee. Por último, la diversidad genética garantizada por la reproducción no guiada ofrece mejores posibilidades de sobrevivir y adaptarnos a un medio hostil o a pandemias globales. Tras este ejercicio retórico lo único que pretendía demostrar es que la razón y la palabra no son los que descubren o construyen la verdad de nuestras opiniones ni convicciones profundas. Ser experto en argumentar bien es meramente una capacidad comunicativa de convicción no el instrumento adecuado para desnudar la esencia del ser. La verdad se forja en el corazón de los hombres, es la voluntad la que la alumbra y la engrandece. El intelecto calcula, defiende y exalta la verdad con florituras elocuentes; no la crea pero sí la extiende y fortalece.
Ha sido nuestro error pensar que cuando hablamos de verdad hablamos de algo que puede ser corroborado en el universo extramental. No es así, verdad es el nombre que adopta nuestra voluntad de transformar el mundo según los deseos y esquemas de nuestro corazón y cerebro.
¿Cuál es, teóricamente, la verdad moral y política proclamada y aceptada unánimemente en el mundo occidental? Desde las revoluciones burguesas del siglo XVIII tal verdad es que todos los hombres poseemos una dignidad intrínseca de la que dimanan ciertos derechos inalienables. ¿Quién ha visto esa dignidad? ¿Algún cirujano la encontró dentro de nosotros? En ese afán se tendrá tanto éxito como cuando Descartes pretendió pesar el espíritu humano. ¿Dónde vemos la igualdad de los hombres? Precisamente lo obvio es que los hombres somos diferentes unos a otros. Los filósofos construyen panegíricos sobre la certeza, necesidad y pertinencia de los valores humanitarios pero esos valores no son demostrables por ninguna ciencia; la fe en ellos y la voluntad de defenderlos es lo que los sostiene.
Lo que otrora se llamó posmodernismo, hoy pensamiento líquido y cuya genuina denominación sería la de “pensamiento blandengue”, ha llegado a la misma conclusión que nosotros: la razón no garantiza la verdad de nada por tanto todo es igualmente verdadero o falso. Una voluntad débil es el síntoma más claro de decadencia, ocurre cuando una civilización tira la toalla en la lucha de la historia. Que ninguna razón corrobora la superioridad de nuestros principios humanitarios frente a los valores de fanáticos y bárbaros es cierto; afirmación tan cierta y a la vez tan vacía como decirle a un enamorado que, en esencia, todas las mujeres son igual a su amada, ¿debería por ello dejar de amarla?
En el Bhagavad-gītā se nos cuenta la desazón de Arjuna que observa el campo de batalla antes del inicio del conflicto. Allí reconoce a familiares, amigos, miríadas de hombres y carros se agolpan ante sí. Muchos en ese día morirán, desde el inicio de los tiempos las guerras han asolado el mundo, ¿qué sentido tiene este combate? ¿para qué mancharse las manos de sangre? Tiene la tentación de abandonar la lucha, entregarse a la inacción, ¿cuál de los dos bandos lucha del lado correcto? Al pedir consejo a su escudero Krisna este le responde que la perfección no está en aceptar la transitoriedad de todo y entregarse a la contemplación inactiva; la más alta perfección es, asumiendo el carácter ilusorio del mundo, ser capaz de disciplinar la voluntad en el camino de la acción. Arjuna comprende la verdad revelada y conduce su carro a la batalla.
Ante un tablero de ajedrez ¿quiénes son los buenos blancas o negras? Ambos contendientes están inspirados por el mismo afán de victoria, si ambos son la misma cosa ¿para qué luchar? Así piensa quien a perdido la voluntad de vivir, el sentido del juego es la misma lucha, la verdad se forja combatiendo en ella.
Hola. Soy de Argentina, estudio Profesorado en filosofía y en clase de metafísica nos encontramos con un texto que no tenía referencia, y creo que es tuyo. Quisiera saber si estoy en lo cierto, y que me dijeras al menos como te llamas. Sé que sos licenciado en filosofía, pero no mucho más. Es para tener alguna referencia del texto.
http://sanguisleonisviridis.blogspot.com.ar/2007/06/la-antinomia-de-la-razn-pura.html
¿Entonces que es la verdad? o ¿Como llegar a ella?
Gracias por compartir tu búsqueda.
Te agradecería tu ayuda.
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