Juego y competencia
0“Nos oponemos a la competición personal. Por ejemplo, no fomentamos los juegos competitivos, con excepción del tenis o el ajedrez, en los cuales el ejercicio de la habilidad es tan importante como el resultado mismo del juego. Nunca tenemos torneos, nunca damos homenajes. Deben existir otras fuentes de satisfacción en el trabajo o en el juego; de lo contrario, juzgamos lo realizado como totalmente absurdo. Un triunfo sobre otro hombre nunca es un acto meritorio. La decisión de eliminar el culto a la personalidad surgió espontáneamente de nuestro criterio de pensar en el grupo como uno. Fuimos incapaces de comprender que el grupo pudiera ganar a través de la gloria individual.”
B.F. Skinner; Walden Dos; capítulo XX.
Me disgusta profundamente el culto superfluo a la competitividad de los sistemas capitalistas, sin embargo, el ser humano como animal gregario no puede evitar interactuar con sus semejantes a través de juegos competitivos. Otros mamíferos también juegan y compiten entre sí, vemos a los cachorros de perros divertirse cuando se persiguen unos a otros o simulan luchar entre ellos. Este tipo de conducta también se da entre cachorros humanos y nos viene a mostrar que la competencia entre iguales es algo natural y necesario para la propia autorealización del individuo.
Lo característico de la competición infantil es que es el medio pero no el fin. Competir para ver quien encuentra antes un juguete escondido no es la finalidad última del juego sino que el verdadero fin es la diversión de los participantes. Para evitar el peso del fracaso y la obsesión con ganar, los niños se entretienen con juegos diversos, nunca una niña puede ganar en todos los juegos pero en todos puede divertirse e interaccionar con otros menores.
El juego e incluso la competición individualista son necesarios porque fomentan tanto el aprendizaje de protocolos reglados de interacción social como la construcción del autoconcepto en el niño. El problema surge cuando la competencia deja de ser el medio para dotar de interés al juego y se convierte en el fin mismo de la actividad lúdica. A los menores no les importa tanto quien gana o pierde un juego como las peripecias del juego mismo; reducir la diversión a una tabla de resultados mata la diversión y, por tanto, el sentido del juego.
La competencia infantil no es en sí mismo perniciosa, más bien al contrario. Como dije, los menores se recrean en juegos diversos, esto les lleva a aprender que no siempre pueden obtener lo que desean y que existen juegos en donde son más habilidosos que en otros. Enfrentarse a la derrota es tan importante como saber ganar con generosidad si queremos educar a los niños de manera integral.
Cuando hablamos de competencia en la vida adulta las cosas se complican ya que aunque los adultos conservemos, en alguna medida, el carácter lúdico de la competición también somos proclives a olvidar el carácter mediato de la competencia. Cuando ocurre esto corremos el riesgo de considerar a los otros como contrincantes y no como participantes del juego; si este riesgo se exacerba la competencia, en vez de ser un modo de relación humanizante, se convierte en motivo de obcecación y nos distancia de los otros. Dejo al lector que reflexione hasta que punto nuestra sociedad actual fomenta, tanto en adultos como en niños, esta obcecación y distanciamiento.
La cita con la que iniciaba este artículo muestra la fobia a los juegos competitivos propia del pensamiento total que tiende a “ pensar en el grupo como uno”. En una sociedad unificada nada más útil que impedir los juegos de competición individualistas ya que así evitamos que los niños forjen sus autoconceptos de manera autónoma y en la interacción con iguales. Un menor conoce sus propias potencialidades en el juego pero también aprende a reconocer al otro como un igual; un jugador prepotente en la victoria o que se enrabieta cuando pierde pronto se queda sin compañeros que quieran jugar con él, así el niño va aprendiendo a controlar sus emociones, conocer sus límites y respetar al resto de participantes.
Me resulta ingenua la visión puritana de Skinner según la cual no es divertido ni meritorio ganar a otro semejante. Lo verdaderamente divertido es jugar con él, la interacción, lo importante es jugar bien y pasar un rato agradable; jugar con alguien es un acto de reconocimiento y de respeto.